Ser revolucionario es querer en primer lugar cambiar nosotros mismos, ser honestos, justos, solidarios, internacionalistas, indignarse ante cualquier injusticia, de igual manera que a la revolución la hacen revolucionarios, cuando esta se corresponde con la utopía de una sociedad justa de mujeres y hombres dispuestos a ser sensiblemente ecuánimes, sencillos, honestos, solidarios en lo social y en lo personal. ser capaces de deslastrarse de los vicios propios de la conducta burguesa capitalista como los son: el ego, la avaricia, la envidia, el egoísmo, el oportunismo, la representatividad mal entendida, la mentira, el desplante, la injusticia, el chisme, la idolatría, el juzgamiento a priori, la interpretación fútil y barata, la incomunicación, el uso de artilugios para explicar desacuerdos, la descalificación como método para lograr “avances” en la estructura, en fin podríamos agregar muchos otros adjetivos sin menoscabar otros.
La relación fraternal entre camaradas, eliminando en lo posible la comunicación a través de mensajes de texto y proceder a rescatar el contacto personal, tan necesario y productivo en la lucha política y social. Seamos mejores militantes cumpliendo con los adjetivos que sean necesarios y lograremos alcanzar el título de revolucionarios.
En un sentido, dar la respuesta desde las consignas es bastante simple:
quien cumple con ciertas indicaciones de manual puede ser considerado un
revolucionario. En esa línea, está claro que es “revolucionario” aquel
que sigue ciertos principios políticos y éticos que tienen que ver con
la igualdad, la solidaridad, la búsqueda de la justicia. Pero sabemos
que la realidad es mucho más compleja, y un carnet de afiliado a algún
partido de izquierda o el uso de cualquier ícono cultural considerado
revolucionario (una camisa con el rostro del Che Guevara, la audición de
ciertos músicos -Alí Primera, Mercedes Sosa o Silvio Rodríguez-, la
lectura de ciertos autores -García Márquez, Bertold Brecht- o alguna
determinada manera de vestir: zapatillas Nike no, pero sandalias de
cuero sí, etc.), nada de eso es garantía definitiva. Además -es una
cruda realidad que nos tiene que llevar a revisar autocráticamente todo
esto- no es inusual encontrar infinidad de prácticas nada
revolucionarias en el seno de las organizaciones proclamadas
revolucionarias. Pareciera que, de momento al menos, todos los seres
humanos estamos cortados por la misma tijera, y las disputas por el
poder, el sentirse más que otro, la exclusión en infinidad de formas, la
mentira, la corrupción, no se extinguen con la pertenencia a una
organización de izquierda.
Quizá en un sentido habría que comenzar por decir, para darle visos de
realidad a lo que se quiere transmitir, que nadie, a nivel individual,
es en sí mismo un revolucionario. Nadie lo es, y para que nos quedemos
tranquilos, nadie puede serlo en esencia. Las revoluciones (que son
siempre complejísimos procesos con diversas aristas: políticas,
sociales, económicas, culturales) van más allá de los individuos, nos
trascienden. Los seres humanos individuales, en todo caso, podemos estar
más o menos a la altura de las circunstancias, y actuar más o menos
acorde con un clima revolucionario, pero tal vez es imposible decir
quién, cuándo y cómo comienza a ser “revolucionario”.
¿Quién es un verdadero revolucionario? Así formulada, la pregunta no
deja de tener una pesada carga moralista, casi religiosa, que
prácticamente no ofrece salida. ¿Habrá que ser un iniciado en los
principios de la revolución para llegar a ser un verdadero
revolucionario? ¿Hay que cumplir a cabalidad ciertas normas que
garantizan que uno se gradúa de revolucionario? ¿Dónde está escrito ese
decálogo? Si uno no toma Coca-Cola pero escucha Michael Jackson o
Shakira es medianamente revolucionario…, pero si no toma Coca-Cola y
además escucha a Pablo Milanés, es absolutamente un revolucionario.
Puede parecer grotesco, pero sabemos que estos valores, esta forma de
entender el mundo, muchas veces (¿siempre?) así funcionan en el campo de
la izquierda.
En buena medida el ámbito de lo que entendemos por revolucionario se ha
ido forjando de esta manera, como un abierto desafío -casi rebelde en
muchos casos- a los valores consagrados de la sociedad capitalista. Si
lo “normal” es tomar Coca-Cola sin abrir crítica, lo revolucionario es
no tomarla. Pero aunque grotesco en algunos casos, de eso se trata una
revolución: de romper los moldes, de cambiar todo, de poner en marcha
algo nuevo. Lo cual, como todo proceso nuevo, no está libre de
exageraciones, abusos, manierismos.
Y ahí radica justamente el problema: ¿hasta dónde, cómo, de qué manera
se da ese cambio? Revolución socialista es, en definitiva, el proyecto
del más grandioso cambio en la civilización a través de la historia. Se
trata de la puerta de entrada a una sociedad donde es abolida la
propiedad privada, y por tanto, las clases sociales. Lo cual abre un
mundo de valores totalmente novedoso: se terminarían las jerarquías, ya
nadie sería superior a nadie, nadie miraría desde arriba a otro. Pero
sabemos que eso es, hoy por hoy al menos, una hermosa petición de
principios, y no más. No queremos decir que todo ese ideario sea como
las estrellas: “inalcanzables, aunque marquen el camino”. La utopía
social, en tanto búsqueda de lo que no está en ningún lugar concreto
pero que impulsa a continuar seguir buscándolo, es la más noble de las
ideas de cambio, es la energía inacabable que hace que las sociedades
estén en perpetuo movimiento, en mejoramiento, en avance. Y es innegable
que la aspiración de la revolución socialista -que en el pasado siglo
apenas dio sus primeros y balbuceantes pasos- es el afianzamiento de ese
espíritu revolucionario, trasformador, rebelde, productivamente
irrespetuoso. Espíritu que, para autoafirmarse, necesita de ciertos
íconos culturales: de ahí que hay una “manera de vestir” revolucionaria,
una pose revolucionaria, un folklore revolucionario. Aunque, claro está
-y como en toda construcción humana- no faltan los excesos absurdos,
los planteamientos más formales que cargados de contenido, los
fanatismos incluso. Consideremos esta paradoja: Lenin vestía con camisas
de seda, y alguna vez interrogado de por qué lo hacía, su respuesta fue
“yo lucho para que todos puedan usar camisas de seda.” ¿Era o no un
revolucionario este ruso conductor de la revolución bolchevique?
Una vez más, entonces: ¿existe efectivamente un tal espíritu
revolucionario? ¿Podemos cada uno de los seres individuales que nos
comprometemos con estos principios de transformación social, ser en
verdad “revolucionarios”? ¿Se trata de no tomar Coca-Cola, escuchar la
Nova Trova cubana o no faltar a ninguna marcha chavista en Venezuela
para ser un revolucionario? ¿Se trata de cumplir con íconos, con seguir
un pretendido manual, o es otra cosa? ¿Cuándo se tiene la certeza de ser
un revolucionario? ¿Quién la da?
Ernesto Guevara, según lo que podemos leer en su diario personal,
calificaba a sus compañeros de célula estando enmontañados en las selvas
bolivianas, determinando sus conductas revolucionarias. Dado que eso lo
hacía el legendario, mítico “Che”, nada agregamos al hecho; pero si la
calificación la hace el jefe de personal para ver el compromiso de cada
trabajador con la empresa evaluando quién es “más” colaborador,
seguramente ponemos el grito en el cielo. ¿Está alguien autorizado por
“más” revolucionario a determinar quién cumple más a cabalidad con el
perfil de luchador social? ¿O hay ahí, aún a riesgo de cuestionar ese
ícono intocable que es la figura del “guerrillero heroico”, una
asignatura pendiente con la nueva ética que la revolución pretende
instaurar? ¿Era Ernesto Guevara más revolucionario que sus compañeros de
lucha? ¿Se puede medir lo revolucionario de una persona? Pero el Che
fumaba, y así lo vemos en todas sus fotos. ¿No es ese un patrón de
consumo capitalista? ¿No es eso un producto cancerígeno que debemos
eliminar de una buena vez por todas? ¿Cómo podríamos fotografiarnos
fumando? ¿Y no abandonó a su familia en Cuba para irse a luchar al
Africa? ¿Es ese un mensaje revolucionario o fomenta la paternidad
irresponsable? Una vez más: ¿cuándo y cómo se gradúa uno de
revolucionario? ¿Quién otorga el diploma?
Probablemente en todo esto arrastramos en la izquierda un prejuicio
moralista, que quizá es muy difícil -o imposible- desechar, pero que
debe ser considerado: las revoluciones implican monumentales cambios en
las relaciones económico-sociales y políticas, pero las transformaciones
subjetivas son infinitamente más lentas, dificultosas, tortuosas. Hay
ahí un límite infranqueable que ningún manual puede superar. Aunque
pareciera -ahí está el prejuicio ¿o ilusión?- que un decálogo para la
acción sí pudiera dar el camino. Obviamente, eso tranquiliza: siempre
son bienvenidos los libros sagrados. ¿Y qué diría ese decálogo: se debe o
no usar camisas de seda? ¿Se debe o no fumar? ¿Está bien abandonar a
los hijos para ir a trabajar por la revolución en otro país? ¿Y qué
hacemos con un camarada que escucha Shakira? ¿Y si alguien toma
Coca-Cola? Complejo, ¿verdad?
Esto no significa que no sea posible el cambio; obviamente no. Si no
fuera posible, las sociedades humanas jamás hubieran evolucionado, y
justamente la historia es una interminable sucesión de cambios, de
mejoramientos en la situación cotidiana. Pero los cambios profundos en
la subjetividad son más lentos, muchísimo más lentos de lo que
pretenderíamos. Valga decirlo con este ejemplo: en el momento de la
anexión de Austria por las tropas nazis cuando comienza la Segunda
Guerra Mundial, Sigmund Freud, judío, padre del psicoanálisis, por ser
un prestigioso personaje de fama mundial fue perdonado y no marchó a los
campos de concentración. Pero sí fue condenado al destierro. En el
momento de abordar el avión que lo trasladaría a Londres donde poco
tiempo después moriría, dijo con ácida mordacidad: “en la Edad Media me
hubieran quemado a mí; hoy día queman mis libros. No hay dudas que como
especie hemos progresado.”
Los cambios revolucionarios, o más simplemente: los cambios culturales
en las grandes masas humanas, son procesos lentísimos. Rusia, después de
décadas de construcción socialista, desintegrada la Unión Soviética
presenta aún guerras étnico-religiosas. ¿Sería para pensar que el
socialismo es entonces inviable, o es que lo dicho por Einstein parece
más que exacto?: “es más fácil desintegrar un átomo que un prejuicio”. A
mucha gente de la izquierda española ya de alguna edad… le sigue
gustando las corridas de toros. Obviamente la revolución es más que la
toma del poder político. Por lo que eso plantea la pregunta: ¿qué es ser
un revolucionario? ¿Se lo puede ser de verdad a nivel individual, o las
revoluciones son grandes momentos de hecatombe social a las que podemos
sumarnos y alentar? ¿Un revolucionario “de verdad” qué debe hacer en
relación a las corridas de toros? Más aún: ¿hay revolucionarios “de
verdad”? ¿Quién los designa?
Las primeras experiencias socialistas del siglo XX deben ser muy
hondamente estudiadas para no repetir los mismos errores. No quedan
dudas que hay mucho por revisar ahí. De ningún modo fracasaron; fueron
los primeros intentos, sólo eso. La historia no ha terminado. Algo que
debe ser abordado con la más profunda actitud autocrítica es el tema de
lo subjetivo y la nueva cultura, la nueva ética que se forjó. Es
bastante significativo que en distintas latitudes donde asistimos a
estos experimentos de nuevas sociedades se repitió un mismo molde: los
“revolucionarios” de arriba fijaron las pautas que la masa
“no-revolucionaria” debió seguir. En otros términos: siguió habiendo
arribas y abajos. Si alguien puede calificar, poner notas, decir quién
es “más” y quién es “menos”… ¿no se ratifica entonces que “es más fácil
desintegrar un átomo que un prejuicio”?
Los distintos procesos socialistas conocidos de momento, en mayor o
menor grado dieron respuestas positivas a los problemas básicos de las
sociedades donde surgieron: mejoraron las condiciones de vida,
terminaron o redujeron drásticamente la exclusión social, dignificaron a
los históricamente más postergados. Todo esto es innegable. Pero siguió
siendo débil aún la modificación de los principios y valores culturales
del día a día. Setenta años después del triunfo bolchevique de 1917 en
Rusia, reaparecieron con sorprendente velocidad valores capitalistas,
individualistas y reaccionarios que se suponían enterrados décadas
atrás. Y algo similar sucedió en China con la reintroducción de
mecanismos capitalistas, surgiendo de la noche a la mañana una nueva
casta de millonarios imitadora de los más cuestionables valores del
consumismo occidental. Y lo curioso: todo eso se dio fundamentalmente en
cuadros de los respectivos partidos comunistas. Lo cual abre una vez
más la pregunta de qué significa ser revolucionario. ¿No lo eran todos
estos militantes rusos o chinos? ¿Tenemos que llegar a la patética
conclusión que los revolucionarios verdaderos son sólo los líderes de
estos procesos: Lenin o Mao Tse Tung para el caso? ¿No es, entonces,
demasiado estrecho el concepto de “revolucionario”? Porque estos grandes
personajes de la historia, o Fidel Castro, o Ernesto Guevara, o Hugo
Chávez, no son la medida del ciudadano normal, cotidiano, de a pie, el
sujeto social real de la historia, ese que, siempre en porcentajes muy
pequeños sobre la generalidad, abraza a veces las ideas socialistas y
milita activamente desde algún frente, o que mucho más comúnmente sigue
los acontecimientos por la televisión…luego de ver el juego de fútbol.
Lo cual no debe avergonzar a nadie: esa es la normalidad habitual. La
gran mayoría de la gente pasa su vida en la búsqueda de la sobrevivencia
económica y no se interesa mayormente por cuestiones políticas. Al
menos, así ha sido hasta ahora. ¿Pero son los revolucionarios, entonces,
sólo los que pueden llegar a tomar parte activa en la historia? ¿No son
las masas las que hacen la historia? ¿Y en qué medida se es más
revolucionario: cuánto más se milita, cuánto más se compromete en la
estructura de un partido político, cuanto más uno se eleva en la
calificación que podría otorgarle el Che por acciones heroicas? Entre
esa gran masa que prefiere -por una sumatoria de motivos- acompañar los
acontecimientos un poco de lado, muchas veces sin ser parte activa, ¿no
hay revolucionarios entonces? En el recién creado Partido Socialista
Unido de Venezuela, de los casi seis millones de inscriptos como
aspirantes a militantes sólo un millón y medio participa en las
discusiones de base en las asambleas populares. ¿No son revolucionarios
todos aquellos que no llegan a esas reuniones?
Quizá se filtra en esta concepción del partido de vanguardia y del
revolucionario como vanguardia un prejuicio intelectual, iluminista por
último, solidario de la racionalidad europea en que nace el marxismo, y
que se ha venido arrastrando en estos dos siglos de luchas sociales y de
ideario socialista: el revolucionario es siempre alguien que está
adelante, alguien que está más allá que el común de la gente (y por eso
puede calificar a sus seguidores). Si así lo aceptamos -y es lo que ha
venido haciendo la izquierda por largos años con todos los partidos
¿revolucionarios? que creó, siempre como organizaciones de cuadros con
estructuras verticales, jerárquicas, partidos de iluminados que iluminan
a la masa más “atrasada” (la alegoría platónica de la caverna sigue
viva después de dos milenios y medio…)- si así entendemos la idea de
“revolucionario”, dejamos muy por lo bajo la potencialidad del pueblo.
Tal vez es cierto que los grandes cambios sociales, las cataclísmicas
transformaciones que implica un proceso como la construcción de una
nueva sociedad socialista, deben ir de la mano de grandes conductores.
Eso es, al menos, lo que la historia de todas las revoluciones
socialistas conocidas hasta ahora nos indica: ¿sería posible la
revolución cubana sin Fidel, o la vietnamita sin Ho Chi Ming, o la
venezolana sin Chávez? Todo indica que no. Lo cual obliga a la reflexión
-que no abordaremos aquí, pero que sin dudas es una asignatura
pendiente de importancia capital- sobre por qué se repite siempre ese
fenómeno: ¿necesitan los grandes cambios sociales la garantía de grandes
figuras?
¿No pueden los pueblos ser revolucionarios? Pareciera que a veces, en un
determinado momento histórico, los pueblos se tornan revolucionarios,
se desatan, rompen las trabas ancestrales que los atan; pero luego
vuelven a su calma conservadora. Los pueblos, como masa, no pueden vivir
eternamente en actitud revolucionaria; las sociedades requieren de
cierta estabilidad rutinaria para mantenerse. Las revoluciones son
momentos puntuales, grandes quiebres que rompen la cotidianeidad con las
que se da un paso delante de no retorno. Lo que nos lleva a pensar:
¿esto de ser revolucionario, es un oficio entonces? Palabras más,
palabras menos: eso significa partido revolucionario de cuadros, que es
lo que han venido siendo todos los partidos de la izquierda en estos
largos años de lucha. Pero, ¿y dónde queda entonces el poder popular?
El común de la gente en su gran mayoría, todos los días, no vive en
actitud revolucionaria. ¿Podría hacerlo acaso? ¿En qué consistiría eso?
¿Tener los ojos abiertos y no permitir que le manipulen? ¿No hacerle
caso a los valores que promueven los medios masivos de comunicación?
¿Debería vivir en estado permanente de asamblea deliberativa? ¿Debería
dejar de tomar Coca-Cola? ¿No escuchar Shakira? Una vez más entonces:
¿qué significa ser revolucionario? ¿Se traiciona la causa revolucionaria
si se usa una camisa de seda, si se fuma o se toma Coca-Cola? ¿Sí o no?
¿Cuándo se empieza a dejar de ser revolucionario: si se usa ropa Nike?
¿Dónde está ese límite?
El problema, ya lo dijimos, es endemoniadamente difícil, porque no se
trata sólo de ir a una concentración política masiva con la pancarta del
caso y con eso tener asegurado el estatuto de “revolucionario”. Por
otro lado, esa imagen de militante absoluto que no come Mc Donald’s ni
toma Coca-Cola no es una garantía total de “pureza” revolucionaria, de
cambios sin retorno, porque a veces, conseguido algún cargo de dirección
(en alguna organización popular, en la administración política del
Estado, etc. -la historia nos lo enseña con demasiada frecuencia-) los
ideales quedan olvidados y se reemplaza la abnegación militante por las
características distintivas del ejercicio del poder tal como hasta ahora
lo conocemos: verticalismo, sordera para lo que dice la base, falta de
autocrítica… y gustosa aceptación de las comodidades del “estar arriba”.
¿La revolución es hacerle el boicot a las marcas transnacionales? Si es
más que eso, si es un cambio profundo en la forma de ser, habrá que
tomarlo con mucha paciencia. “Siéntate al lado del río a ver pasar el
cadáver de tu enemigo”, enseñaba Sun Tsu hace más de dos milenios.
No debemos dejar de recordar que muchas veces grandes cuadros militantes
en su intimidad son tremendamente machistas, homofóbicos, incluso
racistas. Es decir: una presentación como revolucionario desde el punto
de vista político no implica forzosamente la superación de todas las
lacras culturales ancestrales y prejuicios que nos constituyen (por otro
lado, ¿por qué habría de implicarlo?) Y además, no todos los que se
comprometen con una causa política van a ser militantes inquebrantables
según el modelo guevarista. ¿Acaso es posible que un ser humano común y
corriente -como somos la absoluta mayoría- viva en ese mundo un tanto
artificial de estar militando activamente todo el día? Quienes se
comprometen con el trabajo político revolucionario en general son grupos
minoritarios: son algunos los líderes comunitarios que encabezan las
reivindicaciones barriales, y son sólo algunos trabajadores quienes
activan sindicalmente. La gran mayoría acompaña, participa aportando,
pero no es la que toma la iniciativa. ¿No es revolucionaria entonces?
Así planteadas las cosas, no hay salida. No debemos quedarnos con la
limitada idea -moralista en definitiva- de ver quién es “buen”
revolucionario y quién no cumple con el manual. Eso sólo ayuda a
ratificar prejuicios y paradigmas injustos: el que está arriba y el que
está abajo.
Si algo nuevo puede aportar el socialismo, básicamente es el generar una
nueva conciencia en el colectivo social para ir borrando la idea de
abajo y arriba. De momento, producto de una milenaria herencia
civilizatoria, nadie -tampoco los que puedan ser considerados
“revolucionarios”, o “más” revolucionarios- escapan a estas matrices
culturales: las nociones de arriba, de mejor, de más importante, siguen
siendo dominantes. La apuesta es poder desarticular esas formaciones.
¿Cuánto tiempo tomará? No se sabe. Pero sin dudas no será ni rápido ni
fácil. La misma noción de “revolucionario”, quizá sin proponérselo, está
haciendo una alusión a “esclarecido” y “no-esclarecido” (¿arriba y
abajo?)
Y si de algo se trata en esta titánica y fabulosa tarea que es inventar
una sociedad nueva a la que llamamos socialismo, es poder llegar a
tomarse en serio que sólo habrá real igualdad cuando, como dijo Gabriel
García Márquez, “ningún ser humano tenga derecho a mirar desde arriba a
otro, a no ser que sea para ayudarlo a levantarse.