Cuando preguntamos “¿Quién gobierna el mundo?” normalmente asumimos
la convención general de que los actores de los asuntos internacionales
son los estados, principalmente las grandes potencias, y valoramos sus
decisiones y las relaciones entre ellos. No es una consideración
errónea. Sin embargo, haríamos bien en no olvidar que este grado de
abstracción también puede ser sumamente engañoso.
Los Estados, obviamente, poseen unas estructuras internas complejas, y
las opciones y decisiones que toman los responsables políticos están
muy influenciadas por la acumulación interna de poder, mientras que la
población en general a menudo queda marginada. Esto sucede incluso en
las sociedades más democráticas, y obviamente en las demás. No podemos
obtener una imagen realista de quién gobierna el mundo si ignoramos a
los “amos de la humanidad” como los llamó Adam Smith: en su época, los
comerciantes y fabricantes de Inglaterra; en la nuestra, los
conglomerados de empresas multinacionales, las grandes instituciones
financieras, los imperios comerciales y similares. Continuando con
Smith, es conveniente asimismo prestar atención a “la vil máxima” a la
que se entregan los “amos de la humanidad”: “Todo para nosotros y nada
para los demás” —doctrina, por otra parte, conocida como una lucha de
clases encarnizada e incesante, a menudo desigual, muy perjudicial para
los ciudadanos del país de origen y del mundo.
Las grandes corporaciones tienen un enorme poder dentro de los Estados, de los cuales dependen
En el orden mundial contemporáneo, las instituciones de los amos
detentan un enorme poder, no solo en el ámbito internacional, sino
también dentro de sus propios estados, de los que dependen para
conservar su poder y obtener apoyo económico a través de una gran
variedad de medios. Cuando examinamos el papel que desempeñan los amos
de la humanidad, nos encontramos con las prioridades de las políticas
estatales del momento, como el Acuerdo Transpacífico de Cooperación
Económica (TPP por sus siglas en inglés), uno de los acuerdos que
defienden los derechos de los inversores, erróneamente calificados como
“acuerdos de libre comercio” en la propaganda y en las crónicas. Estos
acuerdos se están negociando en secreto, aparte de los cientos de
abogados corporativos y grupos de presión que están redactando los
detalles cruciales. La intención es aprobarlos al estilo estalinista,
recurriendo a procedimientos de vía rápida diseñados para bloquear
cualquier debate y permitir únicamente optar por el sí o el no (por lo
tanto, sí). Los autores de las propuestas suelen triunfar, como es de
esperar. La gente queda en segundo plano, con las consecuencias que cabe
prever.
La segunda superpotencia
Los programas neoliberales de la generación anterior han concentrado
la riqueza y el poder en muchas menos manos, minando la democracia
efectiva; sin embargo, también han suscitado oposición, especialmente en
Latinoamérica, aunque también en los centros del poder mundial. La
Unión Europea (UE), uno de los avances más prometedores del periodo
posterior a la Segunda Guerra Mundial, se ha tambaleado a causa del
nocivo efecto de la austeridad durante la recesión, condenada incluso
por los economistas del Fondo Monetario Internacional (si bien no por
los actores políticos del FMI). La democracia ha sido socavada cuando la
toma de decisiones se ha trasladado a la burocracia de Bruselas, con
los bancos del norte proyectando su sombra sobre sus reuniones.
La toma de decisiones se ha trasladado a la burocracia de Bruselas. Esto ha socavado la democracia
Los partidos tradicionales rápidamente han ido perdiendo miembros por
la derecha y por la izquierda. El director ejecutivo de EuropaNova,
grupo de investigación con base en París, atribuye el desencanto general
a “un clima de impotencia y enfado al ver cómo el poder real para
moldear la coyuntura ha pasado en buena parte de los líderes políticos
nacionales [que, al menos en principio, están sujetos a las políticas
democráticas] al mercado, las instituciones de la Unión Europea y las
corporaciones”, de un modo bastante acorde con la doctrina neoliberal.
En Estados Unidos se están desarrollando procesos muy similares, por
razones en cierto modo parecidas, una cuestión relevante y motivo de
preocupación no solo para el propio país sino, a causa del poder de EE.
UU., para el mundo.
La creciente oposición al asalto neoliberal subraya otro aspecto
crucial de la convención general: deja de lado a los ciudadanos, que se
niegan a aceptar el papel de “espectadores” (en vez del de
“participantes”) que les asigna la teoría democrática liberal. Esta
desobediencia siempre ha sido motivo de preocupación para las clases
dominantes. Si nos ceñimos a la historia norteamericana, George
Washington veía a la gente común que integraba las milicias que estaban
bajo su mando como “personas excesivamente sucias y desagradables [que
evidenciaban] una inexplicable estupidez entre su clase más baja”.
Los ciudadanos se niegan a aceptar el papel de espectadores que les asigna la teoría democrática liberal
En "Políticas Violentas", su magistral repaso de las insurgencias
desde “la insurgencia norteamericana” hasta las contemporáneas en
Afganistán e Iraq, William Polk concluye que el general Washington
“estaba tan deseoso de dejar al margen [a los combatientes que
despreciaba] que estuvo a punto de perder la Revolución”. De hecho,
“podría haberlo hecho” si Francia no hubiera intervenido de forma masiva
para “salvar la Revolución”, que hasta entonces había sido ganada por
las guerrillas —que ahora llamaríamos “terroristas”— mientras el
ejército al estilo británico de Washington “era derrotado una vez tras
otra y casi pierde la guerra”.
Una característica común de las insurgencias victoriosas, recoge
Polk, es que, una vez que se disuelve el apoyo popular tras el triunfo,
los líderes suprimen a la “gente sucia y desagradable” que realmente ha
ganado la guerra con tácticas de guerrilla y terror, por miedo a que
cuestionen los privilegios de clase. El desprecio de las élites hacia
“las clases más bajas” ha adoptado varias formas a lo largo de los años.
Últimamente, una expresión de este desprecio es la llamada a la
pasividad y obediencia (“moderación en democracia”) por parte de los
internacionalistas liberales que reaccionan ante los peligrosos efectos
democratizadores de los movimientos populares de la década de 1960.
En ocasiones los Estados realmente escogen seguir la opinión pública,
lo cual produce mucha ira en los centros de poder. Un caso extremo tuvo
lugar en 2003, cuando la administración de Bush invitó a Turquía a que
se uniera a su invasión de Iraq. El noventa y cinco por ciento de los
turcos se opusieron a dicha actuación y, para asombro y horror de
Washington, el gobierno de Turquía acató su opinión. Turquía fue
vehementemente condenada por alejarse de este comportamiento
responsable. El subsecretario de Defensa Paul Wolfowitz, designado por
la prensa como el “idealista en jefe” de la administración, reprendió a
las fuerzas armadas turcas por permitir dicha infracción del gobierno y
solicitó una disculpa. Impasibles ante estas muestras, e infinidad de
otras, de nuestra legendaria “ansia de democracia”, los comentarios
respetables continuaban alabando al presidente George W. Bush por su
dedicación a la “promoción de la democracia”, o a veces le criticaban
por su ingenuidad al creer que un poder exterior podía imponer sus
ansias de democracia a otros.
El apoyo a la Guerra de Iraq apenas llegaba al 10% según encuestas internacionales
La ciudadanía turca no estaba sola. La oposición mundial a la
agresión de EE. UU.-Reino Unido era abrumadora. El apoyo a los planes de
guerra de Washington apenas alcanzaban el 10% en prácticamente todas
partes, según las encuestas internacionales. La oposición desencadenó
enormes protestas en todo el mundo, también en los Estados Unidos,
probablemente era la primera vez en la historia que se protestaba
enérgicamente contra una agresión imperial incluso antes de que se
iniciara oficialmente. En la portada del New York Times, el periodista
Patrick Tyler señalaba que “puede que aún queden dos superpoderes en el
planeta: los Estados Unidos y la opinión pública mundial”.
La protesta, sin precedentes en los Estados Unidos, fue una
manifestación de la oposición a la agresión que empezó décadas atrás con
la condena a las guerras de EE. UU. en Indochina, que alcanzaron gran
magnitud e influencia, aunque fuera demasiado tarde. En 1967, cuando el
movimiento en contra de la guerra se estaba convirtiendo en una fuerza
importante, el historiador militar y especialista en Vietnam Bernard
Fall advirtió de que “Vietnam como entidad histórica y cultural… esta
amenazado de extinción … [ya que] el campo se muere literalmente bajo
los embates de la maquinaria militar más grande que jamás se haya
lanzado en una zona de ese tamaño”.
La invasión de Iraq podría haber sido peor sin la oposición ciudadana
Sin embargo, el movimiento antimilitarista devino una fuerza que no
podía ignorarse. Tampoco podía ignorarse cuando Ronald Reagan asumió su
cargo decidido a lanzar un ataque en Centroamérica. Su gestión imitó
fielmente los pasos que John F. Kennedy había dado 20 años antes cuando
inició la guerra contra Vietnam del Sur, pero tuvo que dar marcha atrás a
causa de la fuertes protestas públicas que no habían tenido lugar a
comienzos de la década de 1960. El ataque fue suficientemente horrible.
Las víctimas todavía no se han recuperado. Sin embargo, lo que ocurrió
en Vietnam del Sur y después en toda Indochina, donde “el segundo
superpoder” no impuso sus impedimentos hasta bien iniciado el conflicto,
fue incomparablemente peor.
A menudo se argumenta que la enorme oposición pública a la invasión
de Iraq no tuvo ningún efecto. Me parece una idea incorrecta. De nuevo,
la invasión fue suficientemente horrorosa, y sus consecuencias
absolutamente grotescas. No obstante, podría haber sido mucho peor. El
vicepresidente Dick Cheney, el secretario de Defensa Donald Rumsfeld y
el resto de los altos funcionarios de Bush no habrían podido siquiera
plantearse la posibilidad de aplicar el tipo de medidas que el
presidente Kennedy y el presidente Lyndon Johnson adoptaron 40 años
antes sin apenas protestas.
El poder de Occidente bajo presión
Habría mucho más que añadir, por supuesto, acerca de los factores que
determinan la política estatal y que se dejan de lado cuando adoptamos
la convención general de que los Estados son los actores en los asuntos
internacionales. Sin embargo, con unas salvedades tan poco triviales
como estas, de todas maneras, vamos a admitir la convención, al menos
como una primera aproximación a la realidad. De este modo, la pregunta
de quién gobierna el mundo nos llevan inmediatamente a otras
preocupaciones como el ascenso al poder de China y cómo pone en
entredicho a Estados Unidos y “el orden mundial”, la nueva guerra fría
que se cuece en Europa del Este, la Guerra Mundial contra el Terrorismo,
la hegemonía estadounidense y el declive estadounidense, y una serie de
consideraciones análogas.
Desde el final de la Guerra Fría, el abrumador poder de las fuerzas
armadas de EE. UU. ha sido la realidad central de la política
internacional
Los retos que afronta el poder occidental a comienzos de 2016 los
resume de una forma muy útil Gideon Rachman, columnista jefe de política
exterior del Financial Times londinense. Empieza repasando la imagen
occidental del orden mundial: “Desde el final de la Guerra Fría, el
abrumador poder de las fuerzas armadas de EE. UU. ha sido la realidad
central de la política internacional”. Esto es especialmente crucial en
tres regiones: Asia Oriental, donde “la armada de los EE. UU. se ha
acostumbrado a tratar el Pacífico como un ‘lago estadounidense’”;
Europa, donde la OTAN —es decir, Estados Unidos, que “representa unas
asombrosas tres cuartas partes del gasto militar de la OTAN”— “garantiza
la integridad territorial de sus estados miembros”; y Oriente Medio,
donde las gigantescas bases navales y aéreas de EE. UU. “existen para
asegurar las alianzas e intimidar a los rivales”.
El problema del orden mundial hoy, continúa Rachman, es que “estos
sistemas de seguridad actualmente se encuentran en entredicho en las
tres regiones” debido a la intervención de Rusia en Ucrania y Siria, y a
que China está haciendo que sus mares cercanos pasen de ser un lago
estadounidense a unas “aguas claramente controvertidas”. La cuestión
fundamental de las relaciones internacionales es, de este modo, si
Estados Unidos debería “aceptar que otras potencias importantes tengan
algún tipo de zona de influencia en sus vecinos”. Rachman cree que
debería hacerlo, por razones de “dispersión del poder económico en el
mundo —combinado con simple sentido común”.
Hay, sin duda, formas de mirar el mundo desde distintos puntos de
vista. Sin embargo, vamos a centrarnos en estas tres regiones,
ciertamente de vital importancia.
Los retos actuales: Asia Oriental
Empezando por “el lago estadounidense”, algunas cejas podrían
levantarse ante el informe de mediados de diciembre de 2015 que afirmaba
que “un bombardero B-52 estadounidense en misión rutinaria sobre el mar
de la China Meridional voló de forma no intencionada a menos de dos
millas náuticas de una isla artificial construida por China, dijeron
altos funcionarios de defensa, agravando una cuestión de gran
controversia entre Washington y Pekín”. Aquellas personas familiarizadas
con la siniestra historia de los 70 años de la era de las armas
nucleares serán perfectamente conscientes de que este es el tipo de
incidente que a menudo se ha acercado peligrosamente a desatar una
guerra nuclear total. No hace falta ser defensor de las acciones
agresivas y provocadoras de China en el mar de la China Meridional para
darse cuenta de que dicho incidente no implicaba a un bombardero chino
con capacidad para arrojar bombas nucleares en el Caribe, o frente a la
costa de California, donde China no tiene intenciones de establecer un
“lago chino”. Por suerte para el mundo.
Los líderes chinos entienden muy bien que las rutas comerciales
marítimas de su país están rodeadas de potencias hostiles desde Japón
hasta el estrecho de Malaca y más allá apoyadas por la abrumadora fuerza
militar de EE. UU. Por consiguiente, China está iniciando una expansión
hacia el oeste con importantes inversiones y maniobras cuidadosas
orientadas hacia la integración. En parte, estos proyectos se hallan
dentro del marco de la Organización de Cooperación de Shanghai (OCS), de
la que forman parte los estados de Asia Central y Rusia, y a la que
pronto se unirán India y Pakistán con Irán como uno de los países
observadores —un estatus que se le negó a Estados Unidos, al cual se le
instó a cerrar todas las bases militares en la región. China está
construyendo una versión modernizada de las antiguas rutas de la seda,
con la intención no sólo de integrar la región bajo su influencia, sino
también de alcanzar Europa y las regiones productoras de petróleo de
Oriente Medio. Está invirtiendo enormes sumas en la creación de un
sistema comercial y energético asiático integrado, con una extensa red
de líneas de ferrocarril de alta velocidad y oleoductos.
Un elemento del programa es una autopista a través de algunas de las
montañas más altas del mundo hasta el nuevo puerto de Gwadar en
Pakistán, construido por China, que protegerá los cargamentos de
petróleo de la potencial interferencia de EE. UU. El programa también
puede estimular, y así lo esperan China y Pakistán, el desarrollo
industrial en Pakistán, el cual los Estados Unidos no han acometido pese
a la enorme ayuda militar, y también podría suponer un incentivo para
que Pakistán tome medidas drásticas contra el terrorismo nacional, un
grave problema para China en la provincia occidental de Xinjiang. Gwadar
formará parte del “collar de perlas” de China, las bases que se están
construyendo en el Océano Índico con fines comerciales, pero además para
un potencial uso militar, con la expectativa de que China algún día sea
capaz de proyectar su poder hasta el Golfo Pérsico por primera vez en
la era moderna.
Todos estos movimientos permanecen inmunes al abrumador poder militar
de Washington, falto de aniquilación por una guerra nuclear, que
también destruiría a los Estados Unidos.
La Organización de Cooperación de Shangai, liderada por China, podría convertirse en un equivalente a la OTAN
En 2015, China también estableció el Banco Asiático de Inversión en
Infraestructura (AIIB, por sus siglas en inglés), siendo el mayor
accionista. Cincuenta y seis naciones participaron en la inauguración
que tuvo lugar en Pekín en junio, entre los que se encontraban aliados
de los EE. UU. como Australia, Gran Bretaña y otros, que se incorporaron
a él desafiando los deseos de Washington. Los Estados Unidos y Japón no
estuvieron presentes. Algunos analistas creen que el nuevo banco podría
llegar a ser un competidor para las instituciones de Bretton Woods (el
FMI y el Banco Mundial), en las que los Estados Unidos tienen derecho a
veto. Hay ciertas expectativas de que la OCS llegue a convertirse en un
equivalente de la OTAN.
Los retos actuales: la Europa del Este
En cuanto a la segunda región, la Europa del Este, se está gestando
una crisis en la frontera de la OTAN con Rusia. No es un asunto menor.
En su esclarecedor y acertado estudio académico sobre la región,
"Frontline Ukraine: Crisis in the Borderlands", Richard Sakwa escribe
—algo muy plausible— que la “guerra entre Rusia y Georgia de agosto de
2008 en efecto fue la primera de las ‘guerras para frenar la expansión
de la OTAN’; la crisis de Ucrania de 2014 es la segunda. No está claro
si la humanidad sobreviviría a una tercera”.
Occidente ve la expansión de la OTAN como algo benigno. No es de
sorprender que Rusia, junto con la mayoría del hemisferio sur, tenga una
opinión diferente, al igual que algunas voces occidentales destacadas.
George Kennan ya advirtió que la expansión de la OTAN es un “trágico
error”, y se le unieron veteranos estadistas estadounidenses en una
carta abierta a la Casa Blanca en la que lo describían como “un error
político de proporciones históricas”.
Estadistas estadounidenses definieron la expansión de la OTAN como un error político de proporciones históricas
La crisis actual tiene sus orígenes en 1991, con el fin de la Guerra
Fría y el colapso de la Unión Soviética. Había entonces dos visiones
contrastadas de un nuevo sistema de seguridad y política económica en
Eurasia. En palabras de Sakwa, una era la visión de una “‘Europa más
amplia’ con la UE como centro, pero cada vez más cercana a la seguridad
euroatlántica y la comunidad política; y por otro lado [estaba] la idea
de una ‘Gran Europa’, una visión de una Europa continental, que abarca
desde Lisboa a Vladivostok, que tiene múltiples centros, incluidas
Bruselas, Moscú y Ankara, pero con el objetivo común de superar las
divisiones que tradicionalmente han atormentado al continente”.La
respuesta de occidente al hundimiento de Rusia fue triunfalista. Se
celebró como un signo del “fin de la historia.”
El líder soviético Mikhail Gorbachov fue el mayor defensor de una
Gran Europa, un concepto que también había tenido raíces europeas en el
gaullismo y otras iniciativas. No obstante, cuando Rusia se derrumbó
bajo las devastadoras reformas comerciales de la década de 1990, esta
visión se desvaneció y solo se recobró cuando Rusia empezó a recuperarse
y a buscar un lugar en el panorama mundial bajo el gobierno de Vladimir
Putin, quien, junto con su compañero Dmitry Medvedev, en repetidas
ocasiones ha “llamado a la unificación geopolítica de toda la ‘Gran
Europa’ desde Lisboa a Vladivostok, para crear una auténtica ‘asociación
estratégica’”.
Estas iniciativas fueron “recibidas con cortés desdén”, escribe
Sakwa, se consideraron “poco más que una tapadera para establecer una
‘Gran Rusia’ de manera furtiva” y un esfuerzo por “abrir una brecha”
entre Norteamérica y Europa Occidental. Estas inquietudes nos retrotraen
al miedo que existía en los inicios de la Guerra Fría de que Europa
pudiera convertirse en una “tercera fuerza” independiente tanto de las
grandes superpotencias como de las pequeñas, y tendiera a estrechar
lazos con las últimas (lo cual podemos ver en la Ostpolitik de Willy
Brandt y otras iniciativas).
Gorbachov era partidario de una Gran Europa de Lisboa hasta Vladivostok
La respuesta de occidente al hundimiento de Rusia fue triunfalista.
Se celebró como un signo del “fin de la historia”, la victoria final de
la democracia capitalista occidental, casi como si se le estuviera
ordenando a Rusia que volviera a su estatus anterior a la Primera Guerra
Mundial como una colonia económica virtual de occidente. La expansión
de la OTAN se inició de inmediato, violando las garantías verbales que
se le habían dado a Gorbachov de que las fuerzas de la OTAN no se
trasladarían ni “un centímetro hacia el este” después de que este
accediera a que la Alemania unificada pudiera convertirse en miembro de
la OTAN —una extraordinaria concesión desde una perspectiva histórica.
Dicha conversación se ceñía a Alemania del Este. La posibilidad de que
la OTAN pudiera extenderse más allá de Alemania no se comentó con
Gorbachov, aunque se considerada en privado.
Al poco tiempo, la OTAN empezó a avanzar hasta las fronteras de
Rusia. La misión general de la OTAN modificó de forma oficial su
cometido para proteger las “infraestructuras vitales” del sistema de
energía mundial, las vías marítimas y las conducciones, y se le otorgó
una zona de operaciones de ámbito mundial. Además, bajo una revisión
crucial de Occidente de la ahora ampliamente proclamada doctrina de
“responsabilidad para proteger”, radicalmente diferente de la versión
oficial de O.N.U., la OTAN ahora también puede servir como fuerza de
intervención bajo las órdenes de EE. UU.
Especialmente preocupantes para Rusia son los planes de ampliar la
OTAN hasta Ucrania. Estos planes se trazaron explícitamente en la cumbre
de la OTAN que tuvo lugar en Bucarest en abril de 2008, cuando a
Georgia y Ucrania se les prometió un eventual ingreso en la OTAN. La
redacción no daba lugar a dudas: “la OTAN da la bienvenida a las
aspiraciones euroatlánticas de Ucrania y Georgia para ingresar en la
OTAN. Hoy hemos acordado que estos países serán miembros de la OTAN”.
Con la victoria en 2004, con la “Revolución Naranja”, de los candidatos
pro-occidentales en Ucrania, el portavoz del Departamento de Estado
Daniel Fried se desplazó rápidamente hasta allí y “subrayó el apoyo de
EE. UU. a las aspiraciones de Ucrania respecto a la OTAN y
euroatlánticas”, tal y como reveló un informe de WikiLeaks.
Las inquietudes de Rusia son fáciles de entender. John Mearsheimer,
especialista en relaciones internacionales, las ha descrito en el
principal periódico de EE. UU., Foreign Affairs. Escribe que “la raíz
principal de la crisis actual [relativa a Ucrania] es la expansión de la
OTAN y el compromiso de Washington de apartar a Ucrania de la órbita de
Moscú e integrarla en occidente”, que Putin consideró como “una amenaza
directa a los intereses fundamentales de Rusia”.
“¿Quién puede culparle?” pregunta Mearsheimer, señalando que “a
Washington puede no gustarle la posición de Moscú, pero debería entender
la lógica que hay detrás”. No debería entrañar ninguna dificultad.
Después de todo, como todo el mundo sabe, “Estados Unidos
definitivamente no tolera que las grandes potencias lejanas desplieguen
su ejército en cualquier parte del hemisferio occidental, mucho menos en
sus fronteras”.
No hace falta observar los movimientos y motivos de Putin con buenos ojos para entender la lógica detrás de ellos
De hecho, la postura de los EE. UU. es mucho más firme. De ningún
modo tolera lo que oficialmente se denomina “el desafío triunfante” de
la Doctrina Monroe de 1823, que declaró (pero que todavía no podría
aplicar) el control del hemisferio por parte de EE. UU.. Y un país
pequeño que lleva a cabo dicho desafío triunfante podrá ser objeto de
“los terrores de la tierra” y un embargo aplastante —tal y como le
ocurrió a Cuba. No es necesario preguntarnos cómo habría reaccionado
Estados Unidos si los países de Latinoamérica se hubieran unido al Pacto
de Varsovia, habiendo planes de que México y Canadá también se unieran.
La mínima sospecha de que se daban los primeros pasos en esa dirección
habría “concluido con unos perjuicios extremos”, por emplear la jerga de
la CIA.
Como en el caso de China, no hace falta observar los movimientos y
motivos de Putin con buenos ojos para entender la lógica detrás de
ellos, ni para comprender la importancia de entender dicha lógica en vez
de manifestar imprecaciones en su contra. Como en el caso de China, hay
mucho en juego, llegando hasta —literalmente— cuestiones de
supervivencia.
Los retos actuales: el mundo islámico
Centrémonos ahora en la tercera región de mayor preocupación, el (en
gran parte) mundo islámico, también escenario de la Guerra Mundial
contra el Terrorismo (GWOT, por sus siglas en inglés) que George W. Bush
declaró en 2001 tras el ataque terrorista del 11 de septiembre. O más
exactamente, re-declaró. La GWOT fue declarada por el gobierno de Reagan
cuando asumió el cargo, con una enfebrecida retórica sobre una “plaga
propagada por depravados enemigos de la civilización” (como dijo Reagan)
y un “regreso a la barbarie en la época moderna” (en palabras de George
Shultz, su secretario de estado). La GWOT original se ha eliminado
silenciosamente de la historia. Rápidamente se convirtió en una guerra
terrorista homicida y destructora que afligía a Centroamérica, Sudáfrica
y Oriente Medio, con consecuencias espantosas para el presente, que
incluso derivó en la condena a los Estados Unidos por parte de la Corte
Internacional de Justicia (que Washington desestimó). En cualquier caso,
no es la historia adecuada para la Historia, así que ha desaparecido.
La Guerra contra el Terrorismo original se ha eliminado silenciosamente de la historia
El éxito de la versión Bush-Obama de la GWOT puede ser evaluada
fácilmente en una observación directa. Cuando se declaró la guerra, los
objetivos terroristas se restringieron a una pequeña parcela del
Afganistán tribal. Estaban protegidos por afganos, que en su mayor parte
les detestaban o despreciaban, bajo el código tribal de la hospitalidad
—que desconcertó a los estadounidenses cuando los campesinos pobres
rechazaron “entregar a Osama bin Laden por la, para ellos, astronómica
cantidad de 25 millones de dólares”.
Hay buenas razones para creer que una actuación policial bien
orquestada, o incluso unas negociaciones diplomáticas serias con los
talibanes, podrían haber puesto en manos estadounidenses a los
sospechosos de los crímenes del 11 de septiembre para someterlos a
juicio y sentenciarlos. Sin embargo, estas opciones no estaban sobre la
mesa. En su lugar, la elección reflexiva fue la violencia a gran escala
—no con el objetivo de derrocar a los talibanes (que vino después), sino
para dejar claro el desprecio de los EE. UU. hacia las tentativas de
ofrecimiento talibán de una posible extradición de Bin Laden. No sabemos
hasta qué punto estos ofrecimientos eran serios, ya que la posibilidad
de investigarlos nunca se contempló. O quizá Estados Unidos únicamente
trataba “de intentar enseñar músculo, anotarse una victoria y asustar a
todo el mundo. No les importa el sufrimiento de los afganos o el número
de personas que perderemos”.
Negociaciones políticas serias con los talibanes podrían haber puesto en manos estadounidenses a los sospechosos del 11S
Tal era la opinión del muy respetado líder anti-talibán Abdul Haq,
uno de los muchos opositores que condenó la campaña de bombardeos que
los estadounidenses lanzaron en octubre de 2001 como “un gran revés”
para sus esfuerzos por derrocar a los talibanes desde dentro, un
objetivo que creían a su alcance. Su opinión está confirmada por Richard
A. Clarke, que era presidente de Grupo de Seguridad contra el
Terrorismo en la Casa Blanca bajo el gobierno del presidente George W.
Bush cuando se hicieron los planes para atacar Afganistán. Tal y como
Clarke describe la reunión, cuando fueron informados de que el ataque
violaría las leyes internacionales, “el presidente gritó en la angosta
sala de reuniones: ‘No me importa lo que digan las leyes
internacionales, vamos a patearles el trasero'”. El ataque también
encontró la absoluta oposición de las organizaciones humanitarias más
importantes que trabajaban en Afganistán, que advirtieron de que
millones de personas estaban a punto de morir de hambre y que las
consecuencias podían ser horrendas. Las consecuencias para un Afganistán pobre años después deberían ser revisadas
El siguiente objetivo del mazo era Iraq. La invasión de EE. UU.-
Reino Unido, absolutamente sin pretexto verosímil, es el mayor crimen
del siglo XXI. La invasión provocó la muerte de cientos de miles de
personas en un país donde la sociedad civil ya había sido aplastada por
las sanciones estadounidenses y británicas que fueron consideradas
“genocidas” por los dos distinguidos diplomáticos internacionales
encargados de administrarlas, y que dimitieron en protesta por este
motivo. La invasión también generó millones de refugiados, en gran parte
destruyó el país e instigó un conflicto sectario que ahora está
desgarrando Iraq y toda la región. Es un dato asombroso de nuestra
cultura moral e intelectual que en medios ilustrados y círculos
informados se pueda llamar, suavemente, “la liberación de Iraq”.
La invasión de Iraq, sin pretexto verosímil, es el mayor crimen del siglo XXI
Sondeos del Pentágono y el Ministerio británico de Defensa
descubrieron que solo un 3% de los iraquíes consideraba legítima la
función protectora de EE. UU. en su vecindario, menos del 1% creía que
las fuerzas de “coalición” (EE. UU.-Reino Unido) eran buenas para su
seguridad, el 80% se oponía a la presencia de las fuerzas de coalición
en el país, y una mayoría apoyaba los ataques sobre las tropas de
coalición. Afganistán ha sido destruida más allá de toda posibilidad de
encuestas fiables, pero hay indicadores de que algo similar puede estar
ocurriendo allí. Particularmente en Iraq, Estados Unidos sufrió una
derrota aplastante, abandonó sus objetivos de guerra oficiales y dejó el
país bajo la influencia del único vencedor, Irán.
El mazo también se empleó en otros lugares, particularmente en Libia,
donde las tres potencias imperiales tradicionales (Gran Bretaña,
Francia y Estados Unidos) obtuvieron la resolución 1973 del Consejo de
Seguridad y la incumplieron al instante, convirtiéndose en las fuerzas
aéreas de los rebeldes. El efecto fue un debilitamiento de la
posibilidad de una solución negociada y pacífica; el incremento drástico
de las víctimas (por al menos un factor de 10, según el científico
político Alan Kuperman); dejar Libia en ruinas en manos de las milicias
en guerra; y, más recientemente, proporcionar al Estado Islámico una
base que puede emplear para extender el terror más allá. Las propuestas
diplomáticas bastante razonables de la Unión Africana, aceptadas en
principio por Muamar el Gadafi de Libia, fueron ignoradas por el
triunvirato imperial, como analiza el especialista en África Alex de
Waal. Un enorme flujo de armas y yihadistas ha extendido el terror y la
violencia desde el África Occidental (ahora el campeón de asesinatos
terroristas) hasta el Levante, al tiempo que el ataque de la OTAN
también enviaba una oleada de refugiados de África a Europa.
Un triunfo más de la “intervención humanitaria” y, tal y como revelan
las largas y a menudo terribles crónicas, no demasiado inusual,
volviendo a sus modernos orígenes de hace cuatro siglos.